La miel, un dulce tesoro

Sobre la mesa del desayuno, un tarro de miel atractiva y apetitosa. Los rayos del sol juegan con su translúcido color. Introduzco la cuchara y sus aromas se anticipan a la riqueza de matices que saboreo al llevármela a la boca.

No puedo creer que la miel sea simplemente una mezcla de agua y azúcares. No puedo aceptar que algunos la equiparen al azúcar de mesa bajo la etiqueta de ser «calorías vacías».

Tengo aún muy presentes los días de la cosecha, la elección del momento adecuado, el trabajo a pleno sol, el peso de las alzas, horas y horas de extracción, olor a cera, miel chorreando por doquier, la impaciente espera durante la decantación, el envasado… Y los tarros finalmente llenos, mostrando radiantes su valioso contenido.

Pienso en la laboriosidad de las abejas que, con paciencia infinita y el trabajo conjunto de toda la colonia, consiguen elaborar, a partir del néctar de las flores, un producto que ni la más refinada industria humana ha logrado imitar.

Pienso en las flores, en sus atractivos perfumes, formas, colores y en su dulce néctar para seducir a las abejas. Me admiro de los millones de años de evolución conjunta para llegar a esto, a una adecuación tal entre flor e insecto, que de perfecta nos pasa casi desapercibida.

Traigo a mi memoria el entorno natural de esas flores y recuerdo una reflexión de nuestro apreciado Serafín Sanjuán en la que manifestaba magníficamente este sentir; venía a decir que en las etiquetas de los tarros de miel se nos desvela su composición exacta, pero que no queda reflejado ni rastro de las nubes, del viento, de la lluvia, del sol, de las plantas, de los bosques, de los prados, de los pájaros, de los humores y de la conciencia del apicultor.

En medio de estos recuerdos, de estas evocaciones, de este reposado desayuno, me agarro a la convicción de que nada de todo este trabajo, este despliegue de medios, esta sutil sintonía flor-abeja…; nada de esto tendría sentido para al final obtener algo tan simple, tan insípido y tan poco beneficioso para el organismo como el azúcar de mesa.

¿Cuándo hemos oído a un médico alabar el consumo de azúcar blanco por sus propiedades beneficiosas para la salud? Y sin embargo ya están demostradas por la medicina oficial las propiedades antisépticas, laxantes, diuréticas, tonificantes y calmantes de la miel. Y no es descabellado pensar, como ya defienden algunos, que consumir miel de nuestro entorno cercano puede inmunizarnos con el tiempo contra las alergias al polen, debido a los pocos granos del mismo que lleva la miel.

No creo que la miel, las mieles debería decir (¿no hablamos en plural de quesos o de vinos?), sea la panacea, un remedio milagroso para todo tipo de afecciones y males. Pero sí es cierto que su dulzor encierra un tesoro, muchas veces desconocido, que nos depara muchos más beneficios que cualquier otro edulcorante en el que podamos estar pensando. De hecho la miel fue el primer edulcorante empleado en Europa y se puede asegurar que estamos consumiendo la miel (siempre que se trate de una buena miel ecológica) exactamente en la misma forma y disfrutando de las mismas propiedades que la miel que consumieron los primeros homínidos que habitaron la Tierra. No podemos decir lo mismo del resto de alimentos que tenemos a nuestro alcance. Tanto la agricultura como el resto de las ganaderías, tal y como las conocemos hoy, son creaciones muy recientes, fruto de la labor de domesticación y selección de generaciones de agricultores y ganaderos. Por el contrario, la abeja nunca ha sido domesticada; como se dice por aquí: la abeja no conoce amo.

¡Qué misteriosa armonía contiene un tarro, una cucharada, una simple gota de miel! Por mucho que conociéramos con exactitud cada uno de los componentes de la miel, de cada miel, pues hay bastantes diferencias dependiendo de sus flores de origen y de las zonas de recolección; por mucho que conociéramos su composición exacta, pienso que no podríamos reproducirla de forma artificial. Porque hay algo en ella que se escapa a nuestro control, que nos alimenta tanto o más que la suma de sus ingredientes, que es su vitalidad. Alimentos vivos, como la miel, para personas vivas. La física y la química, la composición exacta, medida en la balanza, pueden hacer materia, pero la vida se alimenta no sólo de materia, sino de vitalidad.

No quiero estropear este dulce desayuno, ni amargarle la miel a nadie, pero no puedo dejar de advertir que no es miel todo lo que reluce, como el oro. No es difícil imaginar lo que se esconde bajo la denominación de mieles industriales, o lo que yo llamo mieles vapuleadas -frentre a las mieles artesanales-: mezcla de mieles de «países diversos», pasteurización, homogeneización del producto…; en definitiva, un edulcorante insípido y desvitalizado que ha perdido en el camino gran parte de sus propiedades. Tampoco quiero pasar por alto que no todo proceso artesanal en apicultura está bien hecho; aquí nos encontramos -frente a las ecológicas- con las mieles convencionales: mieles donde, por descuido o por ignorancia, podemos encontrar, como de hecho está ocurriendo, residuos químicos indeseables.

No hace falta decir qué tipo de miel tengo sobre la mesa ni cuál, en conciencia, es la única que puedo y quiero que mis abejas produzcan. Pero no dejaría de comprar miel aunque no tuviera colmenas. Tendría, eso sí, cuidado a la hora de elegirla: Me dirigiría a un apicultor de confianza, del terreno, a quien pudiera mirar a los ojos y preguntarle por sus métodos de manejo de las abejas; buscaría, por supuesto, una miel ecológica; miraría bien su aspecto, que no estuviera separada en capas (señal de una miel vieja o cosechada antes de tiempo con demasiada humedad), que no tuviera olor avinagrado ni espuma (señales de que está fermentada), que no estuviera envasada en un tarro que hubiera contenido anteriormente algún alimento que pueda dar sabor extraño a la miel (una mala reutilización de los envases); no me importaría que la miel estuviera cristalizada, sólida, pues sé que es un proceso natural que todas las mieles tarde o temprano experimentan al ser extraídas del panal (prefiero una miel cristalizada mucho antes que una pasteurizada, que se mantiene siempre líquida a costa de haber perdido muchas de sus propiedades); y por último, me daría el lujo de ir probando las mieles de cada estación, a ser posible recién cosechadas (pues aunque la miel no se estropea con el tiempo, es cierto que no gana nada al envejecer, más bien lo contrario).

Y es que, en referencia a esto último, es una lástima que todo el año el azúcar blanco esté presente en nuestra mesa y sólo en determinados momentos nos acordemos de la miel (cuando llegan los catarros de otoño-invierno). ¿Por qué no dejamos resonar en nosotros la sabiduría popular, la que por boca de nuestros antepasados ha llegado hasta nosotros para que pongamos en práctica lo que muchas generaciones consideraban bueno?: El tarro de miel debería tener un lugar preferente en la casa y estar presente en la mesa cada día.

Jaime Albert y Mónica Cruz

Artículo publicado en el nº 23 (Invierno 2006) de la revista La Fertilidad de la Tierra.